Hace algunas semanas Alfredo Relaño en su solemne columna en diario As manifestaba que “el fútbol es como el Imperio de Felipe II”, el cual extendío su fuerza titánica hasta la frontera de lo imposible. Y establecio un dominio global ilimitado. Simplemente, por la analogía se entiende una creciente desnaturalización del deporte como resultado de un despliegue totalizador sobre los siete días de la semana. A saber: el fútbol comenzó siendo una pasión dominical, una arena de respiro espiritual. Una fiesta pagana. En épocas decimonónicas fue un soplo de fin de semana. Incluso, casi de manera eclesiástica, sus misas eran celebradas sobre el crepúsculo de la luz semanal. Pero de apoco "se ha ido convirtiendo en un torbellino” que todo lo arrasa, escribe Relaño. En un principio paso de las serpentinas del Domingo a las cornetas de los Sábados, para mas tarde nublar el cielo de los Viernes. Entre tanto, el Martes fue casillero Internacional y el Miércoles un frió resquicio para el calendario atrasado. Y así, en sucesivo, el fútbol colonizo los siete días. Sin divinidad, sin misticismo cristiano. Sin parar. Y mutar en una suerte de fanatismo massmediatico o extremismo futbolero. Y sino miremos ahora mismo, en el ágora del Clausura, el torneo se comprime, se ajusta, se rutinariza. Se berretiza. Y en consecuencia se prostituye el espectáculo. Entonces, tenemos fútbol hoy, ayer y mañana. Fútbol toda la semana.

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